Humo
por Laura Maldonado
Sintió la rueda dentada contra su pulgar derecho. Una, dos, tres veces. Pausa. Otra vez. Uno, dos, tres. Uno por Abril, dos por Ezequiel, tres por ella. Mirar la llama del encendedor la hipnotizaba. El fuego le daba miedo, pero a la vez la atraía. Su mamá siempre decía que debía encontrar la fuente del humo. Pero en el ambiente había una mezcla de olor a nafta con carne quemada. Aún podía escuchar el sonido de la grasa chamuscada. Y no pudo evitar recordar ese mismo ruido cuando su mamá preparaba la grasa de pella que luego utilizaría para hacer tortas fritas. Pero esta grasa no era igual. No era buena grasa, la carne quemada tampoco era buena. Siguió jugando con el encendedor. Ahora sólo quedaba esperar que la policía llegara. Habían pasado unos veinte minutos desde que había llamado al 911.
Hacía más de un año que se había separado de Juan. Ese fin de semana era el día del padre, y aunque no le correspondía estar con los chicos el día sábado, Sarah aceptó que se fueran de viaje con él. No le gustaba la idea. Juan nunca había sido prudente manejando. Y sabía que no estando ella en el auto, él aprovecharía para ir a alta velocidad. Para Juan era una proeza decir que había hecho el tramo Mar del Plata-Buenos Aires en tres horas y media. Sarah ya no iba en el auto para pedirle que bajara la velocidad. Viajar con él manejando nunca fue placentero. Era el tipo de conductor que iba haciendo zig zag. Pero siempre hacía las señas de luces. Eso debía reconocerlo. Juan tenía un amor incondicional por la palanca de las luces. Y por la bocina. Eran sus mejores aliados cuando manejaba. Bocina y luces combinadas hacían que los otros conductores siempre se corrieran de su camino. Eso la ponía nerviosa. Aunque trataba de disimular delante de los chicos para que no se dieran cuenta del peligro.
Cerró los ojos y recordó cuando Abril tenía cuatro meses de vida. Iban por la Avenida General Paz cuando una camioneta se les cruzó sin haber hecho la seña de luz correspondiente. Juan puteaba y aceleraba mientras prendía y apagaba las luces altas detrás de la camioneta. Y le agregó la bocina. Luces, bocina. Bocina, luces. Un, dos, tres kilómetros. De pronto, la camioneta se detuvo. Juan clavó los frenos y Sarah gritó. El otro conductor se bajó con un traba-volante en la mano. Se acercó al auto y dio dos certeros golpes en el capot , se dio vuelta y subió a su vehículo arrancando con un chirriar de neumáticos.
Sarah abrió los ojos. La boca seca, una fuerte presión en el pecho, las manos temblorosas. Siempre que recordaba esa tarde le pasaba eso. Se dio vuelta y miró lo que quedaba del cuerpo de Juan. En algún momento lo había amado, pero ya no recordaba cuándo había sido. Lo miro detenidamente. Estaba negro. Calcinado. Como calcinados estaban los cuerpos de Abril y Ezequiel cuando se los entregaron en la morgue.
El celular sonó. Miró la pantalla. Número desconocido. Una voz impersonal le informó que debía acercarse al Hospital Interzonal. Había habido un accidente. La sensación de vacío que la acompañó los trece kilómetros que la separaban del hospital, nunca más la había abandonado. Su esposo, aún no habían comenzado los trámites de divorcio, estaba en terapia intensiva. Había sufrido politraumatismos y estaba luchando por su vida. La policía le informó que el auto había perdido el control y había salido de la ruta dando varias vueltas hasta que fue a parar a un zanjón. Se había prendido fuego. Sus hijos quedaron atrapados entre las llamas.
Sarah pensó que se moriría de dolor. No podía ser. Tenía que ser mentira. Sus hijos, no. Sus bebés, no. Se apoyó contra la pared. Sus piernas no podían sostenerla. Se dejó caer lentamente y lloró con desesperación. Lloró. Lloró. Hasta quedarse seca. Seca de lágrimas. Seca de sentimientos.
Por su mente pasaron imágenes rápidas y mezcladas. La primer sonrisa de Ezequiel. El primer beso lleno de baba de Abril. Los dos caminando de la mano. Ezequiel ayudando a bañar a Abril. Ezequiel subiendo a un auto de rally. Abril andando en patines. Ezequiel egresando de la primaria. La confirmación de Abril. Los abrazos de Ezequiel. Los dos tirándose sobre ella para despertarla los domingos. Y después el vacío. Vacuidad. Así le decían.
Juan había permanecido en el hospital tres meses. Se había quebrado la columna a la altura de la cervical C2 y su médula estaba dañada. Había quedado inmóvil del cuello para abajo. Diagnóstico: tetraplejia. Sarah había ido todos los días al hospital. Juan lloraba descontroladamente cada vez que la veía. Le pedía perdón. Sarah sólo le tomaba la mano y acariciaba su cara para calmarlo. Luego de hacer todos los trámites en la obra social, había logrado que le dieran el alta. Ya estaba contratada la enfermera, el acompañante terapéutico y fisiatra que debían verlo todos los días. Para hacer el traslado de su esposo hasta la casa que volverían a compartir, Sarah había pedido prestada en la empresa la camioneta que tenía una especie de autoelevador. Con ayuda de un enfermero subió a Juan y manejó en silencio los trece kilómetros hasta la casa. Estacionó enfrente y abrió la puerta de la camioneta para que Juan pudiera verla. Sarah se acercó a él y le habló sobre la gran hamaca de troncos que había en el parque. Le hizo recordar la alegría de los chicos cuando la habían instalado. Una lágrima solitaria corrió por la mejilla de Juan. Sarah cerró la puerta con un golpe, subió y se sentó detrás del volante. Luego de unos segundos, arrancó y se dirigió nuevamente hacia la ruta. Barrio Alfar, San Patricio, Acantilados, El Marquesado, San Eduardo. Encontró el lugar que buscaba. Estacionó la camioneta y bajó a Juan. Desde allí podían ver el mar romper contra las olas. Él, nervioso, le preguntó que hacían ahí. Sarah no escuchaba. No le interesaba escucharlo. Fue hasta la camioneta y busco un bidón. Se acercó a Juan y lo sacó de la silla de ruedas con dificultad. No era fácil mover un cuerpo muerto de noventa kilos. Lo puso sobre el pasto. Veía que él gritaba, pero no podía oírlo. Le sacó la tapa al bidón y serenamente fue rociando el cuerpo con el líquido. Nunca le había gustado el olor a nafta. Ese día no le pareció tan feo. Miró a Juan. Parecía que estaba temblando. ¿O era ella la que temblaba? Buscó los fósforos y el encendedor. Los miró y optó por los fósforos. Uno, dos, tres. El cuarto dio en el blanco. Había silencio. Pensó que escucharía gritos. Nada. La vacuidad se hizo presente. Se sentó mientras veía que el fuego consumía ropas, piel, pelo. El olor a carne quemada fue lo primero que sintió. Después fue el ruido de la grasa. Y lloró. Lloró. Por Ezequiel, por Abril, por ella.
—911, ¿cuál es su emergencia? —Hola, acabo de matar a mi esposo. Estoy en la ruta once, unos km antes de llegar a la Reserva Las Dunas. Busquen una camioneta Sprinter y una columna de humo.
Terrible y buenísimo
ResponderEliminar