Reencuentro con Marquitos
El despertador lo arrancó violentamente del sueño. Osvaldo estiró el brazo para apagar la alarma y supo que el jueves sería helado. Su respiración amanecía agitada y le estaba secando la boca. Se dio cuenta de que había estado soñando hasta hace unos instantes, y que el sueño lo había exaltado por alguna razón. Podía dedicar los primeros minutos de su día a tratar de recordar, a develar un misterio insignificante. Se volvió a tapar y retomó la posición con la que solía dormir en invierno: de lado, haciendo bolita con piernas y brazos. A priori, la sola intención de retomar el sueño le recordó lo aburrida que era su realidad. Apretó los ojos para convocar imágenes, destellos oníricos. El trabajo era forzoso y delicado. Había que desandar un camino de nubes, buscar el hilo que lleve a ese ovillo inmaterial.
La historia se recreó casi completamente (entre recuerdos e inventos suyos) con el correr de los minutos.
Un niño, la calle Guatemala, el bar “Lunfardo”, una mujer perdida, un destino.
La historia se empezó a ver nítida, pero Osvaldo trató de no causar espamento para que no se interrumpa la fluidez.
El caso es que hacía unos instantes se encontraba caminando por la calle Guatemala, sorprendiéndose de las flores azules que los árboles del sueño conservaban, de la poca ropa que llevaba la gente en pleno agosto, de los saltos que daban sus pies (sentía que volaba), cuando se chocó de frente con un niño que acababa de doblar la esquina a toda marcha. Los dos cayeron y terminaron sentados en la vereda. Fue un golpe pequeño, aunque Osvaldo haya tenido la sensación de caer en un abismo. Su primera reacción fue de enojo. Algún día esos niños torpes iban a provocar una tragedia. “Tendrías que doblar con cuidado, pendejo, qué te parió”, gritó sin escucharse la voz. Para cuando Osvaldo controlaba que no se hayan roto los vidrios de los anteojos, el niño ya se había incorporado y le tendía una mano trémula. “Disculpe señor le juro que pensé que no doblaba nadie”. A Osvaldo le agradó el timbre de aquella voz y el respeto que infundía más allá del exabrupto. Se levantó con la ayuda del niño, dio resoplidos exagerados y se peinó como si el pelo no estuviera enmarañado desde antes. “Está bien. Está bien. Pero tenés que tener más cuidado, pibe. Algún día vas a matar a alguien. Del golpazo o del susto”.
El sol de la presunta mañana le daba de frente y no era posible verle la cara al niño. Solo podía adivinar la silueta alta y flaca de un joven que se había quedado intranquilo, quizás culpable por el episodio.
—Bueno pibe. Seguí nomás. Ya estoy bien.
—¿Seguro?
—Seguro, vaya nomas.
—¿Y no me vas a dar un abrazo Osvaldito? —la gracia de la voz le resultó extrañamente familiar.
—¿Cómo? ¿Usted sabe mi nombre?
—¿Saber tu nombre? ¿No éramos amigos? Las macanas que hemos hecho juntos… —y dio un paso al frente permitiendo que las sombras se transformen en el rostro de Marquitos Funes.
—¿Marquitos? —alcanzó a pronunciar Osvaldo. No podía creer que su mejor amigo de la infancia siguiera siendo un niño cuarenta años después.
—Osvaldo querido. Cuánto hacía que no te cruzaba, gil —y lo encerró en un abrazo. Seguía igual de delgado y su característica camiseta de Racing emanaba olor a transpiración.
Caminaron unas cuadras juntos y Osvaldo se fue convenciendo poco a poco de que el que estaba a su lado era “realmente” su amigo. Se sintió profundamente viejo al verlo con el mismo vigor de siempre. Marquitos se había soltado a hablar con total naturalidad. Lo primero que pensó Osvaldo fue que todos esos años habían sido un sueño. Lo segundo que pensó fue que era una trampa y que alguien estaba usando al niño para engañarlo y sacarle plata. Se asustó un instante. Volvió a mirar al niño. Era él. No había dudas: era Marcos.
Se limitó a contestar con monosílabos a las catarsis que su pequeño amigo esbozaba.
De repente estaban adentro de un bar, “esto es Lunfardo” reconoció en seguida. No recordaría jamás como fue que llegaron hasta ahí.
—Cuando yo tenía tu edad este bar no existía, Marquitos —le dijo tomándolo de las manos deformadas.
—¿No podes simplemente disfrutar de la mañana? —le respondió el otro.
—Disculpame. Estoy un poco mareado.
El mozo trajo dos chocolatadas y un plato lleno de pastelitos, ¡Los inconfundibles pastelitos que hacía la mamá de Marcos! Consternado, Osvaldo se llevó uno a la boca, pero sentía que le faltaban dientes y que el gusto no le devolvía nada. Marcos hablaba de Racing, en un monólogo sobre los 30 goles que había hecho Roque Avallay antes de volverse a Huracán en el ´79. Osvaldo miraba por el ventanal, buscando alguna prueba irrefutable de que el tiempo había transcurrido, pero el trajín del jueves lo mareaba más.
—¿Te acordás cuando le ganamos 3 a 0 a River, en el regreso del Beto Alonso? —le preguntó el niño.
—¿Cómo no me voy a acordar, pibe? Era el debut de Roque. Clavó dos golazos y Beto quedó papando moscas. Cejas atajó un penal increíble. Todavía escucho los bombos…
—Qué bárbaro…. —contestó Marcos pensativo. Y sin desviar los ojos de los pastelitos le dio un beso al escudo de la camiseta. Siguió hablando de Racing, después habló del mundial. Cosas que a Osvaldo le interesaban pero que no lograba entender. Tenía que hacer un esfuerzo para conectar con esos recuerdos, para él si habían pasado los cuarenta años.
—Te tengo que contar algo —prosiguió el niño —Me lo iba a guardar pero vos sos mi amigo. ¿Viste la hija del peluquero de la esquina? La colorada. La hija del viejo Bermudez.
—¿El que les hacía el mismo corte taza a todos?
—Claro. Les hace. Que yo sepa sigue atendiendo.
Lo dudo. Pensó Osvaldo. Pero dejó que el niño hablara. El niño que debía tener unos doce o trece años, la edad que tenía Marcos la última vez que se vieron, antes de que él se mude a Morón.
—Me acuerdo de la colorada, si.
—Se llama Leticia. Es un bombonazo. El otro día en el asalto casi la convenzo de que nos demos un beso. Pero tiene miedo porque el viejo es un guardabosques.
Osvaldo hizo memoria entre toda esa confusión, y si bien todos esos personajes le eran familiares, jamás podría imaginarse que Marcos y la colorada pudieron estar juntos. ¡La hija de Bermudez! Estaba que se partía y se hacía la concheta. Recordó con simpatía.
—¿Leticia se llama? Mirá.
—¿No te pones contento che? ¡Tu amigo va a verle la cara a Dios!
—Felicitaciones, Marquitos.
—Siempre tan expresivo vos, eh.
Osvaldo no sabía qué responder, el día estaba siendo demasiado raro y se le aglutinaban los pensamientos.
—Me voy a jugar un picadito con los pibes del normal ¿venís? Nos falta uno.
Osvaldo seguía sin poder hablar. Marcos le dio una palmada en el hombro y se marchó como si llegara tarde al partido. “Pasate el sábado por casa, a las seis juega Racing de local”
Se quedó solo, en un rincón intemporal de sus pensamientos. De repente su existencia había sido solamente una rama que se abrió en un árbol de posibilidades. Lo que seguía para Osvaldito era la vida que ya vivió, allá, en el otro lado.
El mozo estaba viniendo a cobrar cuando sonó el despertador.