Otra Caipiriña
por Ariel Mestralet
JUAN VERDY miró el reloj y eso lo llevó a pensar en Marianna Fieldyard. Marianna, aquella hermosa y desinteresada jazzista que había conocido varios años atrás y le había dado vueltas por completo a su mundo.
Con aquel pensamiento proyectado detrás de las retinas y su trago en la mano se acercó a la ventana y reflexionó precisamente sobre eso: su vida. Siempre le había gustado el Londres industrial, con sus cielos plomizos y enormes edificios hasta donde la vista alcanzara. Una sociedad tecnificada que pese a los continuos avances tecnológicos e ingenieriles respetaba las antiguas construcciones, declarándolas indefectiblemente monumentos históricos. Salpicando así de anacronía un paisaje que, por lo demás, resultaba monótono, recto y minimalista. Sin embargo, contradictorio como era en todo, él vivía en las afueras. En lo poco que aún quedaba de la campiña londinense en aquellos años a finales de siglo XXI. Un pequeño lujo que se podía permitir y con lo que lograba contemplar así la megaciudad sin ser parte de la locura diaria que terminaba por destruir a los individuos hasta reducirlos a un manojo de nervios inservibles. El campo era un lugar que favorecía su tendencia a una natural narcótica somnolencia y enajenación de las que disfrutaba enormemente y que le eran tan necesarias para sobrellevar aquella situación. Ninguna mente coherente y despierta podía salir airosa de aquello sin daños permanentes. Un escape era necesario.
«¿Alguna vez tuvo algo de sentido todo esto?», se preguntó mientras continuaba con la vista perdida en el horizonte artificial, lleno de oscuros rascacielos.
De pronto y sin que nada tuviera que ver con nada le asaltaron imágenes de su adolescencia en Argentina. Añoranza de su Balcarce natal. Atrás quedaban ya, sepultos, los años en que viajara a Inglaterra para estudiar el Doctorado en Física de partículas en Oxford. De haber sabido lo que le esperaba, ¿habría hecho algo de manera distinta? «No, por supuesto que no», se respondió.
Fue en aquel preciso momento en que vio moverse algo en la distancia, o más bien a alguien. No lograba distinguirla aún, pero sabía que se trataba de la generosa figura de Marianna Fieldyard. Era la hora.
Tragó saliva y acortando la vista miró su propio reflejo en el cristal. Sonrió irónicamente, no se sentía orgulloso para nada. El reflejo le devolvía el despojo de lo que alguna vez había sido. «Un salvaje bebedor de caipiriñas, pensó y sonrió de lado. Tal vez aquella bebida era la única cosa que aun lo ataba a su olvidada Latinoamérica. Algo en sus raíces que se resistía a ser olvidada.
Hacía años que se había convertido en un sujeto con la cabeza fría y el corazón destrozado. Nada de todo aquello tenía algún sentido y de buena gana hubiera acabado con todo de un solo disparo. Pero… «No, aún no», dijo para sí.
Él se consideraba a sí mismo de forma despectiva, sin nada que aportar a la sociedad, pero sus amigos, los pocos que conservaba, lo veían sin embargo como un buen tipo, alguien simpático y famoso. Sobre todo famoso, aunque no de la buena manera. La verdad es que nunca había sido muy empático que digamos, siempre encerrado en sí mismo, los demás solían importarle poco o nada pero pese a su situación indolente, cierta vez, incluso había salvado a un gato flaco caído en un desagüe de la calle. Las imágenes vinieron a su mente como una retorcida y cruel broma del destino. Allí estaban, caminando juntos, Marianna y él cuando de la nada escucharon los desesperados maullidos de la desventurada criatura. Nunca supo en realidad si fue para impresionarla o si sintió pena del pobre gato, pero no lo había dudado. En un acto de arrojo quitó la tapa de la alcantarilla y lanzándose dentro, rescató del inframundo al pequeño minino. Ella había amado a aquel animal y los tres fueron felices por un tiempo. Sin embargo, ninguno lo acompañaba ahora. El gato ya no existía y Marianna...
Volvió el pensamiento hacia sus amigos. Sentía verdadero aprecio por esos pocos y fieles seres humanos, pero en realidad, lo que verdaderamente lo ataba aun a la vida era la curiosidad.
«Siempre hemos sido curiosos, ¿eh gato?», pensó evocándolo, «¿y a dónde nos ha traído eso?».
Necesitaba saber por qué sucedía lo que sucedía. Necesitaba entender, su mente de científico se sobreponía a todo. Sabía que había una explicación dentro de su red neuronal y solo podría dejar de existir cuando la encontrase. Pero ni siquiera aquella, hoy ya inexistente y casi encantadora persona que una vez había sido, aquella que se había animado a salvar un gato feo y zaparrastroso atascado en una alcantarilla, hubiese estado preparada para lo que Marianna le tenía reservado hoy. Aquello era un completo absurdo que se superaba a sí mismo cada vez.
Los gritos le trajeron de nuevo a esta, su realidad. Desde el patio ella comenzó a insultar como una loca sacada de sus cabales. Se burlaba de forma soez con palabras punzantes y sin mucho sentido ni relación coherente entre ellas. A él se le antojó que parecía un hámster alborotado y la idea hasta casi le divirtió pero… ¿Había algo diferente esta vez?, ¿Siempre era así de agresiva? Había variaciones, el lo sabía. Eran sutiles pero no siempre sucedía de la misma forma. De pronto, no supo bien por qué, pero tuvo más miedo que las veces anteriores y casi como por instinto agarró el picahielos aún húmedo que había usado para moler el hielo de su trago. Lo recorrió con los dedos, lo sopesó unos instantes y finalmente decidió salir a su encuentro.
Cuando Juan salió, Marianna se acercó rápido y pudo ver un brillo sucio en sus ojos. Algo era muy diferente esta vez.
—Estoy aquí porque quiero tu código wifi —bramó Marianna, en tono intrigante. Jactancioso e intrigante, pero sin ningún tipo de sentido. Luego golpeó su puño contra el pecho de Juan con la fuerza de una misteriosa tormenta—. ¡Te odio, Juan Verdy!
«El absurdo definitivamente esta vez se supera», pensó Juan y miró hacia atrás por sobre su hombro. Estaban solos. Aquello siempre lo angustiaba, pero esta vez, apretar el frío y punzante picahielos que escondía detrás, le daba algo de valor. Las otras veces la había invitado a pasar. Había intentado conversar con ella, pero nunca daba resultado. Siempre, indefectiblemente, terminaba del mismo modo.
Ella estaba enajenada, repetía pasajes de su vida juntos, como quien reproduce partes al azar de un viejo video en streaming. Era un momento muy surrealista y sabía que llegarían al mismo punto, por lo que esta vez no le daría siquiera la posibilidad de jugar con su mente.
—Marianna, esto debe terminar —le dijo.
Se miraron con sentimientos encontrados. De pronto ella rompió a reír y exclamó:
—Somos como dos serpientes altaneras. Sonrientes y enojadas a la vez, a punto de trenzarnos en una brutal contienda primigenia, irracional y tóxica.
Luego se abalanzó hacia delante e intentó dar un puñetazo a Juan en la cara. Rápidamente el muchacho presionó con mano firme el punzón y con la fuerza que pudo imprimirle a su brazo asestó un terrible golpe sobre el cráneo de la chica. Un extraño y seco crujido le indicó que había penetrado hasta el fondo. La pequeña y frágil cabeza de Marianna se ladeó y su pelirrojo y largo cabello flameó al viento con la suave brisa que de pronto surgió de la nada, pero no cayó. En su lugar giró de nuevo el rostro hacia su agresor y se lo quedó mirando como quién planea su próximo paso. Llevó lento una mano hacia la protuberancia del mango que sobresalía de la hermosa y bien formada cabeza, lo palpó y miró incrédula a Juan, quien a su vez tragó saliva muy conmocionado y confundido mientras se alejaba unos pasos hacia atrás. Ella parecía enfadada, muy enfadada. Luego soltó un gemido agónico y se desplomó en el suelo, desarticulada y pesada como una bolsa de papas. Unos temblores apenas perceptibles daban cuenta de su agonía, y momentos después, Marianna Fieldyard estaba muerta.
Juan volvió a entrar y se preparó otra buena caipiriña. Mientras bebía tranquilamente su trago, miraba por la ventana. En minutos llegaría la prensa y daría cuenta de todo aquel asunto. Luego lo haría la policía, pero ya ni le preocupaba. Las primeras veces sí, pero ahora... sabía que la ley no tenía injerencia sobre lo que estaba pasando. En treinta días exactos, a la misma hora y por aquel mismo camino, inexplicablemente como era todo aquel tema, vería aparecer de nuevo lo que aquello fuera. Un maldito doppelganger, copia exacta de carne y hueso de la Marianna que el cáncer le había arrebatado años atrás, pero que, por alguna ironía del destino y la física cuántica, su propia psiquis no estaba dispuesta a dejar ir en absoluto.