Las especulaciones que precedieron al Apollo 11
Un viaje alucinante por la literatura de anticipación que preparó la mente de la humanidad
Créanlo o no, "El primer viaje a la Luna se produjo dieciocho siglos antes que el del Apollo 11"
por Ariel Mestralet
Hace más de cincuenta años (52 para ser exactos al momento de escribir estas líneas) el Apolo 11 se posaba sobre la superficie de la Luna y Neil Armstrong declamaba su famosa frase. Aquello de que: «Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad». Un hito no solo en la exploración humana, sino también en la cultura universal, el comienzo de un nuevo mundo que tal vez muy pronto nos lleve a Marte y luego, vaya uno a saber a donde. Pero también significó el final de algo que se había iniciado milenios antes, me refiero a las ansias humanas de llegar a pisar nuestro satélite.
Los griegos antiguos ya sabían, aunque a los terraplanistas actuales les duela, que aquella imagen plateada suspendida en le cielo generalmente nocturno, pertenecía a un mundo como el nuestro. Una superficie esférica sólida y, ¿por qué no?, poblada por seres diversos. Luego el oscurantismo del medioevo, impulsado por las prácticas de una iglesia católica controladora y celosa que se propuso abolir y suprimir todo tipo de pensamiento e ideología desfavorable a sus intereses hizo que este conocimiento, al igual que muchos otros saberes humanos, se perdiera hasta el renacimiento donde hubo que volver a re-descubrir el mundo.
Tristemente hoy en día muchos se empeñan en alimentar una nueva
ola de negacionismo científico y posiblemente un acercamiento a una
segunda edad oscura. Claro que esta no es ya impulsada por las
religiones, sino por YouTube y los «investigadores de lo oculto» que
promueven sus carreras en las bases de tanta teoría de conspiración como
sea posible. Entre ellas que el viaje a la Luna fue una farsa orquestada
por la CIA y ejecutada de forma mediocre por un Stalein Kubrick bastante
distraído que si bien pudo entregarnos una filmografia impecable y
visionaria, no fue capaz siquiera de cerrar las puertas del set de
filmación para que la bandera no flameara. Pero no nos vayamos por las
ramas, el hecho de que el hombre caminara realmente por la luna fue el
epítome de todas las fantasías de las que durante milenios se alimentó
la literatura y dicho viaje no fue por casualidad. Toda esa literatura
inevitablemente alimentó la chispa creativa que nos imbuye a los seres
humanos y la concreción de dicho sueño no fue más que el colofón
de una esperanza colectiva.
Crónica de un viaje anunciado
Primeramente de la mano de las religiones y sus mitos, y más tarde de la ficción especulativa (Si es que una cosa y la otra no sean acaso lo mismo, al menos en opinión de este humilde escritor), el viaje a la luna comenzó con meras fantasías alegóricas y pocoa poco se volvió más complejo y creíble, al menos para aquellas épocas. Podemos citar entonces dos grupos que engloban todos los relatos que han tocado el tema. El primero, el de los viajes poéticos o alegóricos, sin ninguna pretensión de realismo, en los que la Luna es un mero escenario mágico o simbólico; y el segundo, el de los relatos que, de manera más o menos verosímil, describen la llegada a la Luna real, al satélite rocoso que orbita la Tierra. A los fines prácticos de este artículo nos centraremos en este último que por cierto es el más pequeño de los dos y no por casualidad. Es sabido que todo aquello que pretenda abrir los ojos y en muchos casos transmitir información suele resultar aburrido para la mente adoctrinada. Escribir sobre cosas cargadas de cierto misticismo es generalmente más redituable.
«El primer viaje a la Luna se produjo dieciocho siglos antes que el del Apollo 11»
Todo comenzó allá lejos y hace tiempo cuando el filósofo turco
Anaxágoras (500 - 428 AC), escandalizó a Atenas al proclamar, y encima
en público, que el Sol y la Luna eran apenas más grandes que el
Peloponeso, que la Luna tenía montañas y valles, que recibía su luz del
Sol y que estaba habitada. Para hacerla corta, el sujeto se salvó de ser
condenado por impiedad (y ya sabemos como le fue con eso a Socrates)
gracias a su amistad con Pericles, aunque eso si, tuvo que irse lejos de
Atenas hasta que se calmaran los ánimos.
Poco más tarde aparece Antonio Diógenes con «Las maravillas más allá de
Tule», obra escrita entre los siglos II y III d. C. de la cual solo se
conserva un extracto y en un pasaje de la misma describe un breve viaje
mágico a la Luna.
El verdadero comienzo
Luciano de Samosata (¿120 - Después de 180?), de quien sabemos muy poco ya que lo mismo pudo haber sido sirio, fenicio, aunque algunos lo creen ateniense y que posiblemente vivió en la segunda mitad del siglo I, publicó «Historia verdadera», una obra que elude una clasificación literaria clara. Su escritura en distintos niveles significativos ha dado lugar a interpretaciones tan diversas como las de ciencia-ficción, fantasía, sátira o parodia, dependiendo de la importancia que atribuye cada estudioso a la intención expuesta por el autor de contar hechos inventados. Como sea, es claro que su autor la pensó como una sátira contra las fuentes históricas contemporáneas y antiguas, que citaban acontecimientos fantásticos y míticos como si fueran verídicos.
El Imperio Romano tardío había impuesto una cierta religión astrológica
que vetaba el estudio de los cuerpos celestes para cualquier otro fin
que no fuese adivinar el provenir. En este escenario nada halagüeño,
viene Luciano y se pone a escribir una obra que contradice al poder
religioso de turno. Claro que ni lerdo ni perezoso no se cansó de
pregonar que su Historia Verdadera era tan solo un entretenimiento
inofensivo. Siendo que había tantos viajeros mentirosos, decía, él
también podía aspirar a contar con la tolerancia del lector.
En su obra, Luciano narra en primera persona un supuesto viaje en barco
junto a sus amigos rumbo al Mar de Occidente (el Atlántico) y como
cuando estaban a punto de descubrir «El Otro Continente», son
arrebatados por un tornado que los eleva por los aires. Unas horas
después notan que se están acercando a una una isla resplandeciente, que
resulta no ser otra cosa que la misma Luna.
Precursor como era, se quedó corto, incluso para las escasas magnitudes
que admitía el sistema geocéntrico las distancias eran irrisorias: la
Luna estaba a 3000 estadios de altura, es decir a unos 570 Km y
cualquier físico que se respete sabe que a esa distancia a nuestro
satélite le sería imposible mantener la órbita y literalmente se nos
caería encima.
Ni bien logran alunizar son llevados ante el rey Endimión, que resulta
ser un terrestre que se había tomado un tornado anterior. Los selenitas,
termino acuñado por el mismo Luciano, les explican que la Tierra es su
Luna, y les muestran en un espejo mágico imágenes «satelitales» de
nuestro mundo. Todo un precursor Don Luciano.
Los habitantes de la Luna son hermafroditas, pueden quitarse y ponerse
los ojos a voluntad y visten trajes tejidos con hilos de bronce y
apliques de cristal, brindan con copas de aire exprimido y cuando mueren
se evaporan sin más. Para ponerle acción Luciano los imagina en medio de
una guerra con los habitantes del Sol y todo por una colonia en Venus.
Luchan montados en pulgas, hormigas y arañas gigantes, y hasta cuentan
con guerreros paracaidistas. La historia de Luciano realmente poseía
estructura y contenido de ciencia ficción. Pero ya sabemos como son los
puristas.
Una obra menos conocida del miso Luciano fue su «Icaromenipo», donde
también recrea un paródico viaje a la Luna, esta vez protagonizado por
el filósofo Menipo de Gadara, que vuela del monte Olimpo a la Luna con
un ala de águila y otra de buitre, y que, al igual que Ícaro, acaba
sufriendo el castigo de los dioses por su osadía.
Otros intentos
Mucho menos científico es el viaje a la Luna de El Dante (1265-1321) que forma parte de «La divina comedia», en él describe como el poeta y su amada Beatriz llegan al satélite. Aquí no hace falta ni siquiera pensar en otro método de viaje que el simple vuelo. Dante describe las nueve esferas del cielo, la primera de las cuales es la Luna, con lo que queda claro que sigue la visión cosmológica de Aristóteles y Ptolomeo. Sin embargo la ciencia aunque de manera lavada está también presente por ejemplo en el razonamiento que hace Beatriz para explicar las manchas de la Luna.
El fin de una era
La última obra de la época que podemos denominar como de viajes lunares «precientíficos» se publicó en 1516. Se trata del poema épico «Orlando furioso», escrito en italiano por Ludovico Ariosto (1474-1533). Aquí se describe la lucha de varios caballeros francos contra los musulmanes y sus aventuras y desventuras amorosas. Orlando –o Roldán– ha enloquecido de amor después de que su amada Angélica haya huido. Astolfo, un duque inglés amigo de Orlando, intenta hacerle recuperar la cordura. En uo de loa cantos llega a la Luna en el carro de fuego del profeta Elías. No se pretende en ningún momento utilizar el saber astronómico ni físico de la época. Muy por el contrario Ariosto construye una imagen de la Luna a partir de varias fuentes culturales que ven el satélite como igual pero opuesto a la Tierra, como si fuera un espejo.Además, en la Luna se conservan las cosas perdidas en la Tierra, como «las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo inútil perdido en el juego, etc». Evidentemente el autor busca tan solo aleccionar en una farsa moralista criticando la banalidad de muchas ambiciones. Entre las cosas perdidas nos encontramos con la cordura de Orlando que está allí guardada en un frasco. Astolfo se lo lleva a la Tierra y se lo hace oler a su amigo Orlando quién recupera el juicio y se desenamora de Angélica.
Parece que el autor tenía ciertos problemas con aquello de enamorarse.
El comienzo de otra
John Wilkins (1614-1672) plantea en «El descubrimiento de un mundo en la Luna» de 1517 la construcción de una nave con la capacidad de salir al espacio exterior. Para ello intenta utilizar la ciencia y la tecnología más avanzadas de la época a fin de diseñar cierta clase de lo que hoy denominaríamos: «nave espacial». Para ello se respaldaría en detalles técnicos del diseño de barcos, más ciencias atmosféricas, estudios ornitológicos y física experimental. Un aspecto central del esquema de Wilkins era su comprensión de la atracción gravitatoria de la Tierra, ya que era algo que cualquier viajero espacial potencial necesitaba evitar. En el siglo XVII, los astrónomos ya conocían la distancia a la Luna con bastante precisión y gracias a la observación de como un imán deja de atraer la aguja de una brújula en un punto determinado de separación, Wilkins concluyó que el tirón gravitacional de la Tierra cesaba a unos treinta kilómetros de su superficie. Recordemos que esto sucede cincuenta años antes del trabajo de Isaac Newton y el pensamiento científico aún confundía la fuerza de la gravedad con la atracción del campo magnético de la Tierra. Por supuesto, ahora sabemos que se equivocó, pero no deja de ser meritorio su razonamiento.
El más reconocido
Luego de Luciano de Samosata, el otro gran recordado por viajar a la luna es nada menos que Johannes Kepler, uno de los padres fundadores de la ciencia moderna. Lamentablemente no pudo ver publicada su obra pero es tan fundamental que hay quienes aseguran que Isaac Asimov clasificó a esta travesía como la «inaugural de la ciencia ficción en su deseo de conquistar universos desconocidos».Lamentablemente no he podido dar con
la cita por lo que si alguien sabe de ella, le agradeceré me lo haga
saber..
Por raro que suene, podemos concluir que «Sueño astronómico» o
«Somnium», tal su nombre original, publicado en 1634 se origina a partir
de una revancha política. El astrónomo había sufrido la intolerancia en
carne propia, cuando su madre estuvo a punto de ser quemada por bruja.
Es natural entonces que Kepler demuestre el hartazgo que poseía hacia
las guerras de religión que ensangrentaban Europa a través de la
herramienta que mejor maneja, ciencia volcada en un «posible» escape
hacia la Luna.
En este libro Kepler sueña con un tal Duracotus, alter ego de Kepler,
nacido en Islandia a quién su madre lo vende a unos marineros que lo
ponen en manos del astrónomo real Tycho Brahé con lo que logra una buena
formación científica, similar a la que tuvo Kepler en la vida real ya
que Brahé había sido su maestro. Vaya suerte, si me pasa a mí no quiero
ni imaginar donde puedo llegar a terminar.
Cuando Duracotus vuelve a sus pagos descubre que su madre, la bruja
Fiolxhilda, sabe más de la Luna que todos los astrónomos juntos, porque
por las noches suele visitarla un demonio lunar. Ella le enseña que el
verdadero nombre de la Luna es Levania y que se encuentra a una
distancia de cincuenta mil leguas alemanas, algo que anda bastante cerca
de lo que enseña la astronomía moderna.
Para viajar a la Luna hay que hacerse llevar por algún demonio, y si
esto ya suena complicado, además debe ser durante un eclipse. Tampoco es
para cualquiera, claro. Pese a este inicio algo extraño para un
científico de su calidad, en esta obra la ciencia prevalece sobre la
magia, lo cual se agradece, por ejemplo cuando recomienda a sus
astronautas consumir opio para resistir la aceleración o describe sus
cuerpos en caída libre, algo que ocurre cuando «la atracción magnética
(otra vez el mismo error de conceptos) de la Tierra y la Luna se
equilibran».
Como homenaje a Luciano, Kepler llama «endimionidas» a los
habitantes de la Luna, que por cierto ellos denominan Levania, pero los
sitúa en un contexto más realista. Son seres racionales aunque
grotescos, que alcanzan grandes alturas, debido a la menor fuerza de la
gravedad. Para ellos la Tierra es Volva porque da vueltas. ¿Claro, por
que iba a ser sino? Hay dos clases de endiomidas a saber: los que
habitan la cara visible de la Luna son los subvolvani, con cuerpo de
serpientes. Los rayos solares los achicharran, pero renacen en cuanto
están a la sombra. Justificación forzada: desde aquí no los vemos porque
habitan el subsuelo, y apenas alcanzamos a apreciar sus cráteres, que
son las murallas circulares que levantan para protegerse del Sol. En la
cara oculta viven los prevolvani, que son nómades a la fuerza ya que
deben desplazarse al compás de un clima desértico extremo, con níveas y
ventosas noches y días de calor abrasador.
Como vemos, Kepler debió recurrir a todo su ingenio para justificarse (cosa que no estaría mal que hicieran ciertos guionistas de hoy) porque en su época y gracias a la obra de Galileo la humanidad poseía telescopios y los eventuales selenitas podían quedar expuestos a la mirada de los astrónomos.
Podemos apreciar que la ciencia va dando un nuevo marco a la literatura y la fantasía comienza a ser desplazada hacia un genero más concreto y particular. Algo que como amante de la Ciencia Ficción agradeceré eternamente.
Según la investigadora francesa Fréderique Aït-Touati, no se trata de un texto marginal, sino que «permite comprender en su complejidad la obra de Kepler escritor, astrónomo y arquitecto del cosmos».
Efectivamente,
la Luna permite un cambio de punto de vista y la demostración de que las
deducciones del observador dependen del lugar donde esté. Para los
levanianos, su astro está inmóvil y es la Tierra la que se mueve. A
partir de aquí y con varias reflexiones y argumentaciones, se muestra no
solo que ciertas concepciones son relativas, sino que ambos cuerpos
también se mueven por el espacio. Las leyes de la física son
universales, nos dice Kepler. Es el primer intento de difundir la
astronomía copernicana con la ayuda de la ficción.
El hombre en la luna
Pocos años más tarde, en 1638, se publica una obra que parece tener intenciones similares a las de Kepler. Se trata de The man in the Moone: or a discurse of the voyage thither by Domingo Gonsales, the speedy messenger ( «El hombre de la Luna o descripción del viaje allí de Domingo González, el mensajero veloz», ¡casi nada de título te echaste!), publicada anónimamente en 1638 por Francis Godwin (1562-1633), obispo de Hereford. El protagonista es un español que en la primer parte de la obra viaja por el mundo corriendo aventuras típicas de la novela picaresca. Pero en la segunda parte viaja a la mismísima Luna. El método no tiene, aparentemente, mucha base científica. González diseña una máquina tirada por 25 gansos que lo llevarán a nuestro satélite, si bien su intención era volver hacia España. Puede parecer demasiado fantasioso, pero González hace varios razonamientos interesantes.
Así, crea un sistema de poleas y cuerdas para repartir la carga entre las aves y por esta razón se ha llegado a considerar que González es el primer experimentador baconiano de la literatura, en referencia al inglés Francis Bacon (1561-1626), que defendía la experimentación y el ensayo. Algunos consideran que Godwin se inspiró en una máquina similar descrita por Bacon en su libro Sylva sylvarum, publicado póstumamente.
González rebate a Aristóteles. En su vuelo llega a un punto donde le parece que está en equilibrio, fuera de la atracción de la Tierra. Un movimiento imperceptible lo lleva hacia la Luna. En este trayecto describe las ideas de Copérnico sobre el movimiento de la Tierra y carga contra ciertos «filósofos matemáticos cuya ceguera les ha hecho decir que la Tierra no tiene movimiento» También explica y razona que la luz de la Luna no es más que el reflejo de la luz solar. Y refuta que las zonas más altas estén más calientes porque se encuentren más cerca del supuesto elemento «Fuego», al que juzga inexistente. En la Luna, González encuentra una sociedad paradisíaca, sin delincuencia que vive en perpetua primavera. Aun así, el recuerdo de su familia le hace volver a la Tierra.
El mismo año aparece una obra que estudia, ahora si, desde un punto de vista totalmente científico, un posible viaje a la Luna. Se trata de The discovery of a world in the Moon («El descubrimiento de un mundo en la Luna»), de John Wilkins (1614-1672). Como Godwin, Wilkins era obispo y escribió varias obras con contenido científico. No se trata de una narración, sino de un estudio donde, de entrada, rechaza la idea de que un cuerpo tenga siempre la tendencia a ir hacia abajo, como si fuera una cualidad intrínseca. Wilkins considera muy probable que alrededor de la Tierra haya una esfera que marca el límite a partir del cual un cuerpo dejaría de sentir la atracción de esta.
Wilkins no cree imposible que un hombre se impulse mediante unas alas apegadas al cuerpo, con un gran pájaro adiestrado o con un carro volador, en el que un hombre puede mover un mecanismo. Y cita el libro de Godwin, donde dice que «se expone una agradable y muy construida fantasía en lo referente a un viaje a este otro mundo»
Otro más, y van...
No acabaría el siglo XVII sin otro viaje a la Luna. Esta vez sería el turno del francés Savinien Cyrano de Bergerac (1619-1655) en L’Autre Monde ou les États et Empires de la Lune («El otro mundo o los Estados e imperios de la Luna»). La obra se publicó póstumamente, en una versión retocada que hizo un amigo suyo y que aparecería en 1657, aunque la versión original completa no saldría a la venta hasta casi tres siglos después, en 1921.
El modo de viajar en esta ocasión es todavía más inverosímil: impulsado por unos cohetes (hasta ahí sin problemas) y con el cuerpo untado con tuétano de buey, que, según él, la Luna tiene la costumbre de chupar (lo cual es muy razonable, ¿por qué no?). El objetivo de Cyrano es, por un lado, hacer crítica social sobre muchas costumbres de su tiempo. Pero lo que más nos interesa aquí es que usa la narración para defender el sistema heliocéntrico de Copérnico.
Nuevamente el cambio de punto de vista permite refutar las ideas de Aristóteles, que «acomodaba sin duda los principios a su filosofía» y no al revés. El autor mantiene que las leyes de la física son iguales aquí que en la Luna y que las estrellas que vemos son otros soles con otros planetas. En definitiva, que no vivimos en una singularidad, sino en uno más de los lugares habitados del universo.
Un mundo, todos los mundos
En el siglo XVII Bernard Bouvier de Fontenelle logró ser un longevo centenario y buena parte de su larga vida se desempeño como el secretario de la Academia de Ciencias francesa, lo cual le permitió convertirse en uno de los primeros divulgadores científicos y uno muy leído. Sus «Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos» (1686) tuvieron un número increíble de ediciones y fueron traducidas a todas las lenguas europeas.
En uno de sus ficticios diálogos mantenido con una marquesa y sus damas, que por lo general tan solo se limitan a proferir exclamaciones, Fontenelle asegura que «la Luna es una Tierra habitada». También da un paso audaz, si pensamos que la única nave aérea de su tiempo era el globo de aire caliente, cuando anuncia que «el arte de volar apenas ha nacido, pronto se perfeccionará, y algún día viajaremos a la Luna.»
Fontenelle no se limita a eso. Llega a plantear la posibilidad de que
fueran los selenitas quienes nos visiten, e imagina una suerte de
Roswell estilo rococó. La marquesa opina que si una nave lunar se
estrellara en Fontainebleau, nos permitiría «estudiar con toda comodidad
las extraordinarias formas» de sus tripulantes. Pero el Secretario le
replica que si los extraterrestres son tan hábiles para navegar por el
espacio, podrían ser ellos quienes «nos pescaran como a peces». La
marquesa se ríe e imaginando quizás alguna impudicia, confiesa que sería
capaz de arrojarse en sus redes sólo para tener el placer de conocerlos…
La tecnología entra en escena
En 1835 el escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) publicó en la revista Southern Literary Messenger un texto titulado «The unparalleled adventure of one Hans Pfaall» («La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall»). Un manuscrito caído en la ciudad holandesa de Róterdam explica las vivencias del personaje del título en la Luna. Ha viajado con un globo y durante el trayecto ha podido respirar gracias a un invento suyo que transforma el vacío en aire. Pfaall huye porque lo buscan en la Tierra por varios asesinatos.
¿Por fin la ciencia?
Como es de público conocimiento, el francés Julio Verne (1828-1905) admiraba la obra de Poe, mismas que había leído en traducciones del poeta y ensayista Charles Baudelaire (1821-1867). En abril de 1864, Verne publicó en la revista Le Musée des Familles cuatro artículos sobre Poe. En el tercero habla del viaje de Hans Pfaall. Afirma que «es maravilloso, lleno de inesperados comentarios, de singulares observaciones». Pero antes ha dedicado unos cuántos párrafos a criticar la carencia de rigor científico.
Así, dice que en la narración «se transgreden intrépidamente las leyes más elementales de la física y la mecánica». Lo que viene a demostrar que Verne consideraba al rigor científico y la verosimilitud como elementos imprescindibles en este tipo de ficciones. Por eso, cuando en 1865 publica De la Tierra a la Luna no solo se basa en la ciencia más actual de su época, de la cual estaba bien al día gracias a su voracidad lectora e inquietud intelectual, sino que Verne pide a su primo Henri Garcet (1815-1871), profesor de matemáticas, que le haga varios cálculos para dar la máxima verosimilitud científica a la obra.
La novela narra el viaje a la Luna surgido como resultado de una apuesta
entre el presidente del Baltimore Gun Club, y su antagonista en los
negocios, un fabricante de blindajes antibala, más la presencia de un
árbitro acordado mutuamente. Los tres ocupan un proyectil hueco de
aluminio lanzado desde Florida mediante un gigantesco cañón de 300
metros. ¿Les suena Florida? No es ninguna casualidad, en la novela como
en la vida real, se buscaba un despegue lo más vertical posible y por
eso Verne sitúa el cañón cerca del ecuador. También anticipó que la
velocidad de escape necesaria es de 11,2 km/s, cálculo correcto siempre
y cuando prescindamos de la resistencia provocada por el rozamiento del
aire. Muchos cálculos se acercan bastante, pero la obra también contiene
errores muy groseros. Por ejemplo el hecho de que los tres viajeros van
con traje de calle, corbata y sombrero, lo que no les protegería de la
presión debida a la aceleración. Llevan dos perros y cuando uno muere
abren la escotilla y lo echan afuera, lo que habría eyectado todo el
contenido de la «capsula» hacia el vacío exterior.
La novela acaba con la nave cerca de su objetivo. La aventura prosigue
en «Alrededor de la Luna» (1869) donde después de hacer varias
observaciones, los viajeros vuelven a la Tierra. De este modo, los
personajes de Verne nunca llegan a pisar la Luna ya que aparentemente su
autor no quiso verse obligado a pronunciarse sobre la cuestión de los
selenitas. Realmente una salida elegante si las hay.
Mucho más arriesgado y de mente más abierta, H.G. Wells es el gran rival
de Verne de todos los tiempos. Él, como no podía ser de otra manera,
también envía a una tripulación a la Luna pero no mediante el empleo de
un cañón ni un cohete, sino gracias al empleo de algo tan hipotético
como la antigravedad. En «Los primeros hombres en la Luna» (1901), Wells
sí que permite a sus viajeros posarse en la superficie lunar, gracias a
una rudimentaria astronave impulsada por la cavorita, un maravilloso
material antigravitatorio inventado por el brillante pero excéntrico
científico, el Dr. Cavor.
En la Luna, los viajeros se encuentran con una civilización que habita grutas subterráneas y que al igual que Luciano y Kepler le sirve a Wells para criticar la sociedad de su tiempo. De forma mucho más creíble ahora pues cuenta con hipótesis más aceptables para la ciencia de la época. A fines del siglo XIX, era evidente que si hubiese vida o artefactos de alguna especie inteligente en la superficie lunar, los telescopios modernos ya los hubieran visto. Wells se mantiene fiel a Kepler y esconde a los selenitas bajo el suelo, permitiéndolos salir sólo de noche. Hasta se las ingenia para que el aire, congelado en el área oscura, se evapore al sol y permita que los terrestres respiren sin escafandra.
Wells aprovecha para diseñar una suerte de utopía: una sociedad de insectos súper especializados para funciones específicas, que dependen de una suerte de cerebro maestro. ¿Habría vislumbrado la Inteligencia Artificial?
Es muy curiosa la anécdota que cuenta que en cierta ocasión le preguntaron a Verne sobre qué opinaba de Wells y este respondió: «Yo uso la ciencia, él inventa». Sin embargo el tiempo parece desmentirlo ya que el cañón gigante de Verne no es posible pero las leyes de la física de altas energías predicen la «antigravedad» como una fuerza hipotética que consiste en la repulsión de todos los cuerpos debido a una fuerza que es igual en magnitud a la gravedad pero en vez de ser atractiva, es repulsiva.
Sueños de un precursor: Tsiolkovski
A veces, ficción y realidad se juntan y la obra del ruso Konstantín Tsiolkovski (1857-1935) es un claro ejemplo. Se le considera padre de la astronáutica por sus obras científicas. Pero también incursionó en la ficción. Pionero de la astronáutica como ciencia y de la ciencia ficción moderna como género.
En la novela breve «A la Luna» (1893) dos viajeros que han llegado al satélite lo estudian y describen. En 1895 publicó la novela Sueños de la Tierra y el cielo, donde imagina un pequeño planeta habitado por humanoides parecidos a plantas, con una tecnología muy avanzada. En Vesta (1916) describe un viaje al planeta del título, cubierto completamente por líquido pero con formas humanas que viven en un medio subacuático. Más allá del planeta Tierra (1917) está situada en el año 2017 y narra el primer viaje tripulado a la Luna, lo que demuestra que era un visionario pero tal vez demasiado prudente.
Literariamente, estas ficciones tienen un valor relativo. Pero son importantes por lo que imaginó y describió, sobre todo si añadimos los mucho más estimables tratados científicos. El más importante es La exploración del espacio cósmico por medio de los motores de reacción, publicado en 1903, donde describe estos cohetes con cálculos rigurosos. Lector de Verne, Tsiolkovski pensó que disparar un proyectil con un cañón, como había descrito el autor francés, no era lo más adecuado. En cambio imaginó un combustible dosificable que permitiera a la nave acelerar, frenar o mantener la velocidad. También propuso los cohetes segmentados en varias fases, idea que después cristalizó la base de los viajes espaciales.
En el epitafio que escribió él mismo, Tsiolkovski afirma que «El hombre no se quedará siempre en la Tierra». Su contribución para que eso pase fue esencial, como reconoció el propio Wernher von Braun (1912-1977). En 1969, el cohete Saturno, con varias fases y combustible líquido, llevaba los primeros astronautas a la Luna, 1.809 años después de que Luciano de Samósata enviara el primer personaje literario a nuestro satélite y casi medio siglo antes de lo que Tsiolkovski había previsto en una de sus novelas.
Desde Luciano a Tsiolkovski la humanidad dió un tremendo salto literario que no pasó inadvertido en lo más mínimo, sino que logró encender la chispa de la certeza. Gracias a esa misma certeza, mentes más prácticas entendieron que tal hazaña era posible, lo que no hizo sino avivar aún más el fuego de la pasión por la exploración espacial. Podemos decir que cada una de las citadas obras, y tal vez otras que se nos hayan escapado, han sido pequeños pasos que alimentaron la ilusión que nos llevó a dar el gran salto. Uno que probablemente no habríamos dado de no haber contado con casi dos milenios de especulación literaria.
Referencias
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