Corro, corro y corro. El mundo pasa a mi lado a toda la velocidad que puedo imprimirle a mis piernas. La respiración es ya forzada y quema mi pecho como si fuera un chorro de arena caliente, pero no puedo detenerme. No puedo. Simplemente no puedo...
De pronto mis piernas, ya cansadas, comienzan a abandonarme. Mis músculos siempre ociosos protestan uno tras otro y deciden reclamar por este avasallamiento con calambres y tirones. Me insulto a mi mismo por no haber comenzado nunca el maldito gimnasio. «¿Por qué soy tan dejado?», me digo. Me reprocho, al borde del llanto.
Mis brazos pesan. ¿pesan? eso ya quedó atrás hace rato. Ahora simplemente duelen y están más que impotentes intentando cargar el peso del universo todo. Duelen, es una forma metafórica de decir que ya no pueden más y su carga, liviana en un principio, es ahora infinitamente pesada. Pero más pesa en mi mente, en mi ánimo. No lo soporto más y lloro. Lo hago a gritos y es esa misma desesperación que me insufla nueva energía. «Adrenalina», me digo como para darme ánimos. Debo estar inundado de ella del cuello a los pies.
Rio. Por increíble que parezca rompo a reír entre lás lágrimas que bañan mi rostro. Los brazos reciben la porción que les toca de la nueva y revitalizadora energía y se vuelven fuertes como ganchos de grúas. Una comparación idiota, lo sé, pero cierta. Entre ellos la blanda carne se estremece y se sacude. ¿Son espasmos?, ¿o es la carrera que le moviliza involuntariamente?
—Un poco más. Solo un poco más —me digo y le digo. Ruego, en realidad.
La respiración continúa forzada y cada rafaga de aire frío que penetra mi pecho es astringente como ácido que roe la carne. Lo miro pero no es una mirada, es apenas un vistazo pues no puedo darme el lujo de apartar la vista del camino. Aún así mi cerebro registra una imágen impecable del rostro impávido. ¿Es el efecto de la velocidad, del movimiento abrupto o realmente respira?
—!Dios! —exclamo, pero sé que es solo por costumbre, un rictus heredado de mi madre; yo sé que no hay un dios en alguna parte que pueda o quiera siquiera ayudarme.
Corro, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Entre mis brazos mi niño se sacude. «¡No carajo, no!», esta vez no lo imagino, realmente se sacude. Lo aprieto con fuerza pero con suavidad, como solo un padre sabe, contra mi pecho y continúo corriendo. Veo las luces del hospital.
—¡Estamos cerca! —le digo, ¿me digo?—. ¡Aguantá un poco más, por favor! Solo un poco más.
Aunque hubiera podido hacerlo no me habría entendido, pues ni yo logré comprender mis propios balbuceos y sin embargo no importaba. No se trataba de dar información sino ánimos. Dármelos a mí mismo, en realidad.
La adrenalina, como llegó, se fue consumiendo y mis venas están ahora vacías de ella. Mi cuerpo se apaga. Todo, cada fibra, cada tendón se sacude. Las piernas duelen, los brazos duelen. Todo duele, hasta el alma. El alma es lo que más duele. Me siento abandonado a mi suerte. Rompo a llorar de nuevo. Tan cerca...
Mis piernas se enriedan una con la otra y pierdo el equilibrio. Mientras caigo intento girar en el aire para caer de espaldas y evitarle este nuevo impacto. Lo logro a medias, caigo al piso de costado y escucho un «crack», como si partiera una pata de pollo a la mitad. Creo que en la caída le he quebrado un brazo, pero no se queja, ni siquiera se mueve. Me reincorporo como puedo, pero no soy yo. Yo ya soy incapaz de hacer nada, es algo más, una fuerza que desconozco. Me pongo de pie aun cargando a mi niño y como tirado por una soga invisible retomo la carrera. Cierro los ojos y cuando recobro el sentido de la realidad veo que corren hacia mí dos personas. Dos hombres. Son dos enfermeros con una camilla de salvataje.
Quiero explicarles: «la moto, eran dos, el arma...», no me escuchan, no puedo hablar, no tengo aliento y apenas si ellos se percatan de mi presencia. Me alivian del peso que cargaba, al menos del físico. El otro es inalivianable. Se llevan a mi hijo hacia adentro y yo quedo afuera, parado en medio de la desolada calle junto a las puertas de urgencias. El mundo gira sin sentido y de pronto soy más pequeño que un grano de arena, de esa arena que recién quemaba mi pecho. Nada tiene relación con nada.
Me agacho tomando mis rodillas con las manos. Ya nada duele, al menos nada que pueda tocar. Pasan algunos minutos y una enfermera sale al exterior y se acerca a verificar mi estado.
—Yo estoy bien —le digo entre jadeos—. Él..., eran dos en una moto. Tenían un arma… ¿donde se llevaron a mi hijo? ¿Él va a estar bien?
La miro a los ojos, su cara de nada me lo dice todo. Caigo de rodillas, las nauseas no me permiten permanecer más tiempo de pié. Siento que la vida me abandona y ojalá fuera eso, pero no. Aquí sigo. Ella no sabe bien qué hacer, se la nota inexperta. Las náuseas dan paso al llanto: «¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?». La mujer se arrodilla al fin, y me abraza como una madre lo haría. Eso no es protocolar y tal vez la sancionen, ¿qué se yo? ¿Pero quién, con un poco de humanidad, podría culparla?
Si esto fuera una película de Hollywood, en este mismo instante la cámara montada en un dron se elevaría mostrando el dolor y la miseria humana. Alejándose silenciosamente para poner distancia entre el espectador y el dolor para que la película no fuera considerada tan cruda por la crítica. Un cuadro surrealista con música de cámara. Pero esto no es una puta película gringa y el dolor no se alejará nunca de mi. De eso estoy seguro.