Déjà Vu
Publicado originalmente en el Nro. 1 de la revista en formato flipbook.
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Número Lanzamiento - Agosto 2020 «
Primero es la nada. Simplemente no existo. Aún no lo sé, pero mi mente se halla sumida en la más oscura de las noches de la consciencia humana, en ese mismo momento que precede al alba. Pronto un lento amanecer parece despuntar más allá de los límites de mi propio horizonte mental y sin embargo éste tarda aún en concretarse. Por el momento no hay consciencia alguna en mi ser. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos. Más tarde, otra corta zambullida en la nada y por fin lentamente, muy lentamente, va retornando la consciencia. Es como despertar pero a la vez no lo es, es diferente y de alguna manera sé que no estuve dormido. Al principio no siento mi cuerpo siquiera. Como si no tuviera uno. Como si yo mismo sólo me tratara de una leve, etérea y primordial conciencia flotante. Entonces, muy lentamente, comienzo a tener noción de materializarme. Como si un frágil cascarón se solidificara poco a poco alrededor de esa consciencia y me volviera algo concreto y tangible. Después de un largo intervalo, una molestia en los oídos, casi como un zumbido. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades me hacen saber que éstas existen. Sin embargo aún no soy dueño de las facultades necesarias para moverme. Lo intento pero no hay caso, mi cuerpo no responde. Es horrible. Cada vez es igual de horrible. ¿O tal vez será peor? En realidad no lo sé con seguridad ya que la memoria no es completa. Es más, diría que carezco totalmente de ella.
¿Cada vez? ¿Acaso anteriormente ya había experimentado esto mismo, o sólo lo estoy imaginando como si de un extraño déjà vu se tratara? No puedo saberlo con exactitud porque, en realidad, no recuerdo nada. Absolutamente nada.
Pero recordar no es la palabra exacta. Es más bien como si jamás hubiera existido y de pronto comenzará a hacerlo; como si por generación espontánea comenzara a respirar y sentir. Tengo la mente en blanco. ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? Las cuestiones filosóficas más básicas.
De a poco al principio, muy lentamente, algunas de estas lagunas existenciales comienzan a ser contestadas. Sé que tengo un nombre y un pasado aunque estos no son del todo claros.
Así transcurre un período de tiempo indeterminado. No sé si son minutos u horas. No tengo forma de medirlo y eso me angustia. Intento recordar, pero los recuerdos aún tardan en volver y los que lo han hecho no son completos. Son vagos e imprecisos, como fantasmas acechando en la oscuridad.
¡Oscuridad!
Eso sí que es nuevo, y me preocupa. Mis músculos, que al principio no reaccionan, comienzan a desentumecerse poco a poco y sé que pronto tendré el control de mi cuerpo. De alguna forma lo sé. Entonces recuerdo algo. También es vago pero enseguida comienza a tomar forma. Detrás viene un sentimiento que de pronto adquiere una fuerza brutal. Todo se hace nítido en mi mente y un miedo ancestral me invade por completo. Estoy acostado boca arriba, completamente desnudo. Intento estirar mis brazos pero estos pesan toneladas y cuando con terrible esfuerzo por fin lo logro, encuentran un límite a unos pocos centímetros de mi. Una barrera. Una pared.
Como en una horrible y satánica epifanía se corroboran mis temores y el pecho se me cierra angustiado. En un acto reflejo, ya libres del mecanismo que trababa mis extremidades, las piernas se doblan y mis rodillas también alcanzan ese mismo límite. El terror ahora es completo y me hiela la sangre al comprender dónde estoy. Sólo una palabra viene a mi mente que para mí desgracia ya no está tan embotada. Una palabra que tal vez sólo tenga sentido para un ávido lector y, para mí que lo soy, en este contexto es realmente siniestra y me hace desear morir en este mismo instante antes que enfrentarme a lo que viene.
«¡Poe!»
No puedo reprimir un grito descorazonado. Un grito que me hiela aún más la sangre. Estoy desesperado.
¡He sido enterrado vivo!
Al igual que ese pobre desdichado, fruto de la perversa imaginación de Edgar Alan Poe, me encuentro terrible e irremediablemente aterrado. Terrible e irremediablemente perdido para siempre ya que comprendo que voy a morir, y de la peor manera posible.
Golpeo con fuerza una y otra vez. Mi cerebro lo ordena junto a la descarga de adrenalina más feroz que alguna vez haya experimentado. No es una orden racional por supuesto. ¿Cómo podría serlo si ésta no es en absoluto una situación racional? Si realmente me han enterrado, no hay nada que pueda hacer. No puedo pensar, la desesperación no me lo permite y golpeó como un loco enajenado una y otra vez, una y otra vez con la fuerza que sólo permite la desesperación, la dura superficie que me ha sentenciado a muerte. Golpeo con puños, rodillas y hasta los mismos dedos desnudos de mis pies. Golpeo y golpeo. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Me giro sobre mi mismo incontrolablemente a derecha e izquierda. Ahora estoy boca arriba, luego abajo y de nuevo arriba. Eso tampoco es racional pero de igual manera no puedo evitarlo, es como si mi mente me ordenara buscar una salida de esta situación de la que por supuesto no hay escape. Sólo que no me es posible conciliar razón con instinto de supervivencia y cuando al fin me convenzo de que no hay absolutamente nada que pueda hacer, me quiebro. Ya no grito y en su lugar rompo a llorar desconsoladamente. Intento calmarme pero el pánico domina cada fibra de mi ser. Lloro como una criatura que ha perdido a sus padres y desea con toda su alma que acudan a socorrerlo. Pasan minutos, o tal vez horas de aquello y por fin mi mente me ordena no sucumbir, debo salir de allí como sea. Mis manos comienzan a buscar a tientas algo. Lo que sea. Clavos, astillas, algo. Tela que poder rasgar en un vano intento de liberarme pero no encuentran nada. Absolutamente nada. ¿Qué clase de ataúd es este?
Desesperado comienzo a gritar nuevamente y a golpear las paredes que limitan mi encierro fatal. Entonces mi mente envía una nueva y absurda orden. «Oxígeno». Debo cuidar el oxígeno. No debo desesperarme ya que eso hará que perezca más rápidamente. Entendiendo la estupidez que significa pensar en que alguien vaya a rescatarme de este horrible lugar, igualmente hago lo posible por tranquilizarme pero no lo consigo. La sensación de encierro es increíblemente atroz. No puedo describirla con exactitud. No existen palabras para describir el pánico que siento. Ahogo, inmovilidad, horror, pavor y desesperación. Eso y mucho más. No hay palabras para describir lo que genera en uno el estar enterrado vivo, tal vez porque nadie ha sobrevivido jamás para contarlo ni definir en palabras algo tan brutal como esto.
Intento algo. Intento mentalizarme que no estoy aquí, como hacía en la época en que practicaba meditación asistida y el guía me transportaba hacia lugares tan hermosos como inexistentes solo induciendo pensamientos con su voz calma y experta. Tan sólo estimulando mi imaginación con palabras cuidadosamente elegidas que me transportaban y mi cuerpo respondía a aquel onírico viaje con la relajación de todas sus fibras.
Sólo que esta vez no hay voz que me guíe. No hay nadie, estoy solo y encerrado en una caja apenas más grande que yo mismo vaya uno a saber a cuantos metros bajo tierra. De todos modos mi voz interior intenta suplir el rol de etéreo conductor, pero es en vano. Vuelvo una y otra vez a la idea de que estoy aquí atrapado sin poder estirarme siquiera. Tal es el encierro al que estoy sometido.
Nadie, absolutamente nadie va a venir por mí. De alguna manera me dieron por muerto y rápidamente se deshicieron de lo que pensaron, era mi cadáver. Sólo que no estaba muerto. No aún. ¿Cómo es posible que a finales del siglo XXI aún se cometan errores tan dignos de la más absoluta y rudimentaria barbarie? Un maldito electroencefalograma era suficiente y sin embargo, para agilizar el trámite, no lo hicieron y con ello me condenaron a morir de la peor manera posible. Sólo tenían que haberme colocado unos malditos cables en la cabeza y con eso hubieran salvado mi vida. Pero seguramente eso encarecía los gastos de emitir el certificado de defunción... ¿Cuántos seres humanos encuentran la muerte de esta manera? ¿Simplemente por culpa de un trámite legal que alguien a quien no le compete decide que no es necesario?
Mi mente azarosa se inunda de palabras, palabras que enseguida conforman uno de los párrafos más famosos y oscuros de la historia literaria:
«…Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados…»
¡Hijos de puta!
Lo repito una y otra vez hasta el cansancio como si de un oscuro mantra se tratara. Lo repito hasta que las lágrimas me ahogan y de alguna manera, por increíble que parezca, una cierta paz me llena. ¿Habré aceptado mi insoportable final? ¿Mi mente se da al fin por vencida y acepto mi cruel destino?
No, no es eso. Hay algo más.
Aire...
No sé si fue que estaba tan enajenado por el terror que no lo había notado o si esto realmente es nuevo, pero lo cierto es que desde el extremo superior, el que está más cercano a mi cabeza, llega una suave y casi imperceptible briza fresca. Al principio creí que era fruto de mi psique atormentada que ya resignada me engañaba con el único fin de calmarme para hacer más tolerable mi propia e inaplazable muerte. Pero sin embargo ahí está, no hay dudas al respecto. A mi féretro le ingresa aire fresco y es ahora cuando de verdad mi mente logra controlarse a sí misma. Es ahora cuando los recuerdos comienzan a tomar verdadera forma.
No estoy en un ataúd y esa es la razón de que la textura me pareciera extraña ya que no se siente a tela ni a madera como supongo deben sentirse al tacto los ataúdes por dentro. Lo que me rodea por arriba de mi, es vidrio y por debajo, algún tipo de plástico que se adapta ergonómicamente a la forma de mi cuerpo.
No morí y fui enterrado. Ahora lo sé. Yo mismo acepté que me metieran aquí. De alguna manera di mi consentimiento por escrito. Lo estoy viendo, el recuerdo es muy claro, como si aquello estuviera sucediendo justo ahora frente a mis ojos. Pero… ¿cómo puede ser posible que yo aceptara que me metieran en esta caja? Jamás toleré los lugares estrechos, y por cierto..., ¿Dónde estoy?
¡No importa! Necesito salir de aquí. No podré soportarlo mucho más. Sé que esto está mal. No se supone que yo deba estar consciente. ¡Soy claustrofóbico, por todos los cielos!
—No se preocupe —me dijo—, para cuando lo coloquemos en la cámara usted estará completamente dormido.
Era un tipo amable. ¡Un médico! Sí, eso es lo que era. Tengo el nombre en la punta de la lengua. El doctor… No hay caso, no logro recordarlo. ¿Pero qué es esto de todos modos?
Como si un Deus Ex Machina estuviera esperando su pie para entrar en escena, como si mi mero deseo lo hubiese desencadenado, se enciende una luz. No es una luz normal sino una tenue. Una luz de emergencia como esas rojas que se utilizan en los submarinos, sólo que ésta es verde. El ojo humano tolera mejor la luz verde que la roja pero los militares sabían que la luz roja servía para los fines de mantener al personal enfocado y bajo continua presión psicológica puesto que el rojo siempre significó peligro para nuestra especie. Desde los primordiales incendios, hasta las modernas alertas rojas, pasando por la sangre que mana de una herida mientras la vida se apaga. Todo lo rojo es peligroso y el peligro pone en alerta nuestros sentidos. Salvando este detalle, la ciencia detrás de la tenue luz era la misma. Lograr que la vista pudiera pasar de un estadío de semioscuridad a uno de mayor luminiscencia sin sufrir los efectos de la ceguera momentánea por el cambio de luz. Todo este torrente de información acude a mi mente disparado por el sólo hecho de encenderse la luz, pero, ¿cómo puedo yo saber todo esto?
¡Claro, ya recuerdo! Solía trabajar en un submarino. O por lo menos lo hacía hasta aquel terrible accidente en el que nos fuimos a pique y permanecimos atrapados una semana y media hasta que finalmente lograron rescatarnos. Desde entonces no volví a poner un pie en una de esas terribles naves. Simplemente no podría volver a tolerar el encierro. Los ataques de pánico… Me dieron la baja por enfermedad mental y mi vida se vino a pique como aquel endemoniado submarino. Arruinado e inutilizado de por vida.
O tal vez no.
Los recuerdos continúan llegando.
Giro mi cabeza y en la mortecina luz verde, a través del sucio y polvoriento cristal alcanzó a ver que tanto a mi derecha como a la izquierda existen otras cámaras como esta en la que yo me encuentro y dentro de cada una de ellas parece haber un ocupante. Sí, así es. Ahora logro distinguir las formas de un hombre de mi misma edad a mi derecha y una joven mujer a mi izquierda. Ambos totalmente desnudos, como yo. Sólo que «dormidos», como yo desearía estarlo pues en sus rostros se refleja la más absoluta paz. Por detrás de ellos adivino otras personas en idéntica condición, sólo que no logro discernirlas, lo sucio de los cristales hace que eso sea una tarea imposible. Por sobre mí veo un techo apenas más alto que la altura del cristal que me mantiene atrapado y esto no ayuda en nada a calmar mi sensación de encierro sino que por el contrario la refuerza. «Debe ser algo así como un estante», me digo y pese a que es todo lo que logro ver de primera mano, imagino cientos sino miles de nosotros; uno a continuación del otro, estante tras estante.
¡Es una nave! Más y más recuerdos van tomando forma a medida que mi mente se aclara. Estamos en una maldita nave. No un barco ni un submarino. No, esta vez es infinitamente peor que eso. Es una nave espacial y no una nave espacial cualquiera. Las primeras de su tipo. Somos una nueva clase de exploradores. Los primeros colonos de una serie que hemos partido de La Tierra rumbo a estrellas cercanas. Ahora sé que una nave partió hacia Alfa Centaury a cuatro y medio años luz de la tierra a finales del siglo XXI y yo voy en ella.
A la velocidad que viajan estas naves, luego del impulso gravitatorio que nos imprimió Júpiter llegaremos a Alfa B en dos mil doscientos años. El mío es un viaje de ida. Uno de los mil colonos voluntarios con la suerte de comenzar de nuevo. No he dejado nada atrás y nadie me espera al llegar.
De alguna manera el hecho de conocer esta información me da cierta esperanza acerca de mi cautiverio.
—Estará en animación suspendida todo el trayecto y por lo que a usted respecta, esos años no habrán transcurrido. Simplemente cerrará los ojos y al volver a abrirlos estará en el nuevo mundo. Lejos de casa y sin posibilidades de comunicarse. Todo será nuevo para usted y sus compañeros. Uno de los pocos privilegiados que serán dueños de absolutamente todo lo que encuentren. Una nueva humanidad.
Seremos los primeros y seremos dueños de todo allí. ¿Cómo negarme entonces? Sin nada ni nadie que lamentara mi partida. Absolutamente solo, sin afectos y sin más que lo puesto. Nada que me atara a mi propio planeta de origen. No tenía nada que perder y la mejor parte:
—Usted dormirá todo el viaje.
¿Pero entonces qué hago despierto? Las luces fallan y parpadean. Pareciera que están a punto de apagarse de nuevo pero luego se estabilizan. «¡Las luces no, por favor!» Imploro a nadie. Al menos la tenue iluminación me da sosiego. Me genera esperanza.
Pero ésta dura poco. Al final las luces se apagan en bloques, uno tras otro hasta que la estancia, depósito o lo que sea esto en donde nos pusieron, queda nuevamente a oscuras. Tiene sentido, me digo. No se supone que nadie esté despierto en un viaje que durará tanto tiempo. Esta no es una nave generacional. Es más bien una nave depósito.
—¡Por favor, que alguien me ayude! —grito al borde de otro ataque. Ya no soporto el encierro y la leve y momentánea tranquilidad que sobrevino tras saber que no estaba enterrado vivo comienza a desvanecerse. Con la luz, se apagó también mi ánimo y el pánico está a punto de volver a explotar en mi pecho. Vuelvo a gritar con la esperanza de que alguien me escuche. Personal de mantenimiento o de seguridad. Alguien, quien sea.
Pero nadie viene. Estoy totalmente solo pese a estar acompañado de tal vez miles de otros seres humanos en éxtasis criogénico.
Entonces el ventilador que insufla aire a mi cámara comienza a girar con más fuerza trayendo aire realmente frío y un olor extraño. Ese olor…, lo recuerdo vagamente. Se que tuve contacto con él antes pero…
¡Éxtasina!
Así lo llaman y sirve para aletargar las funciones corporales. Es el gas neural en el cual están inmersos todos los demás astronautas y que por alguna razón yo he dejado de estarlo. Por eso he despertado. La memoria está casi completa. Ya recuerdo todo más o menos bien.
Comienzo a relajarme nuevamente. Pronto estaré en animación suspendida y mi viaje continuará como si nada hubiera ocurrido. ¡Que tonto fui! Pero en mi defensa pienso que la pérdida de la memoria es un efecto normal de la exposición prolongada al éxtasis o hibernación controlada que nos permite cruzar el espacio profundo. Pronto estaré completamente dormido y al abrir los ojos habré llegado a mi nuevo hogar. Mi nueva vida en «Avalon Prime», el planeta que orbita Alfa...
¡Pero no! Al borde de la inconsciencia ya, recuerdo algo más. Algo que ojalá no hubiera recordado. Ésta no es la primera vez que despierto, ahora lo sé con certeza. Antes de perder la cuenta había llegado a contar doscientas trece veces. Pero no estoy totalmente seguro. Algo me dice que el número bien podría ser el doble o ¿por qué no?, el triple de eso. Y no es todo: Avalon Prime no orbita «Próxima Centauri» o Alfa centauri C, como también se la conoce. Ni siquiera vamos hacia Alfa A o B. Mi nave no se dirige rumbo a ninguno de los planetas del sistema ternario a cuatro y medio años luz de La Tierra. Nosotros somos aún más especiales ya que nuestra colonia se dirige a «Ross 128» a once años luz de nuestro planeta madre. Esos son unos cinco mil trescientos setenta y ocho años de viaje. Me llevo las manos al rostro. Tengo la barba y el cabello muy crecidos. Un frío me recorre la médula espinal al comprender lo que me espera. Tengo el rostro arrugado, muy arrugado. Abordé con 42 años, pero ahora me imagino de 80. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuántos años suman las veces que he estado despierto? Un cálculo rápido me permite entender que probablemente hayan pasado miles de años ya.
Ahora lo sé. No voy a lograrlo; mi destino es morir aquí.
El gas está haciendo ya su trabajo. Comienzo a caer en la dulce inconsciencia pero ahora sé con certeza que pronto, tal vez en cincuenta o cien años por algún maldito desperfecto, mi cámara de éxtasis volverá a fallar y todo este siniestro Déjà Vu volverá a repetirse. Una y otra vez hasta que de mí no queden más que cenizas. No he muerto, no aún, pero de todos modos he sido condenado al peor de los infiernos inimaginables.
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